jueves, 20 de noviembre de 2008

Me llaman Abuelo Pedro




El otro día, cansado de vagar por la soledad de mi cuarto, sin nada que hacer más que recostarme en la cama, con dificultad y exagerados gemidos. Extraje de la mesita de luz la revista que compro los domingos por la mañana en la esquina.
Al bucear en las páginas me detengo en una, por el simple hecho de encontrar en ella un mensaje que se acomoda a lo absurdo; pero lo absurdo plagado de tristeza. Son aquellos mensajes que la gente solitaria entiende más allá de lo que los publicitarios quieren que se entienda. Son palabras para la gente que confía en la otra gente.
Juntá puntos y elegí uno de estos increíbles premios.
La página, empapada de un color claro, cercano al lugar que corresponde al tono de la crema vencida, exhalaba un vicio desesperante.
No solo te premian por consumir. A ello debe agregársele un plus. Hoy en día, a uno lo premian por destruirse.
¿Qué otro deseo que quedarme en casa? ¿Qué otro elemento llamativo puede atraerme hasta pincharme el órgano bombeador?
Prefiero quedarme en lo mío y destruirme solo. Prefiero saber que la soledad destruye a no saber que lo social también lo hace.
Prefiero ser consiente de mi muerte futura.
Me llaman Abuelo Pedro.

©: Felipe Herrero, 2009. Este texto forma parte del libro de cuento y relato "Agua marina".

domingo, 9 de noviembre de 2008

El Sahara queda muy lejos




Similar. El sonido se extiende. Un vulgar crujir de viento arenoso; se resuelve la arena en la arena. Y tu soledad aparece desde la derecha, donde un oasis dejó en almíbar tu piel de leche. Como pequeña niña, tus manos parecen una confusión de nervios; se agitan por necesario movimiento. Tus manos, con agua que se evapora por la intensidad solar, se agitan, y pequeñas gotas navegan por el aire hasta su evaporación más triste. Tus ojos miran la soledad. La palita no puede ayudar por que no tiene vida. Niña del oasis más pequeño del mundo, es hora de abandonar el arenero para tomar el té.




©: Felipe Herrero, 2009.
Este texto forma parte del libro de cuento y relato "Agua marina".

viernes, 7 de noviembre de 2008

Río Rancho


El hombre venía con el paso quedo y echando el polvo a volar. A un costado, suspendido por su propia sombra de bicho, caminaba un perro mugroso.
En lo cotidiano, la mujer había encontrado una intriga. Sus ojos, embriagados en un instante femenino, de ninguna manera por el lavar de los platos, sino por su condición delicada, por su dedicación y atención; los ojos como padrinos de un recién nacido, observaban el modo de actuar de las manos. Agua que choca con el agua que resbala por los dedos. Mucho para contemplar allí, sabe la mujer de la cabaña desolada en medio del desierto.
Los caballos galopan por el horizonte y el polvo se arremolina tras ellos. Polvo que vuela y vuela por los aires del oeste y deposita su contenido en el río. Y la nena observa como el polvo se asienta en el agua inmóvil, en el agua estancada de río que yace en la parte trasera de la cabaña desolada. Y la nena inmóvil, de cuclillas, termina de hacer el pis sobre el pasto. Observa como los granitos de tierra, anteriormente secos, empiezan ahora a empaparse de a poco. La cola blanca de la nena ante el río quieto. El Río Rancho por donde alguna vez su papá cazó un cocodrilo así de grande. Pero su papá ya no está, porque se murió en una guerra fea; esa pérdida que provoca en sus ojos una tina como la que le prepara su mamá a las seis, antes de la cena.
La mujer alza la vista. El sonido del agua sobre el plato, el dedo continúa. La mujer mira por la ventana el culito de su hija y ríe.
Una pequeña lucha, un descontrol de sombra juguetea histérico en el río quieto; y la nena no observa solo esa danza sino que agrega a ese baile la música que le corresponde. La boca. Un tararear de nena atenta a los cuentos más tontos. Los eventos más simples de la eventualidad. Desde la cocina la mujer ríe. Hace de su cara una mueca que pronto se disipa y que cae para atender a los platos. Ellos, tan sucios, sin saber, en el fondo de la pileta con agua de río que se desagota.
Y el hombre viene con el paso agotado en medio de la llanura. Un perro sarnoso lo sigue, que mantiene el hocico a centímetros de las piernas del hombre y nunca pierde esa distancia. El músculo flexiona y relaja, flexiona y relaja. Como el hombre que alguna vez le obsequió a una puta masajes al mismo tiempo en que la mujer hacía su trabajo. El hombre firme levanta el polvo que se mueve en el aire.
Y la mujer sale corriendo de la cabaña. En su camino el cuerpo desmedido de belleza responde a los movimientos habituales de una mujer apurada. La corrida culmina en el alzar de su hija. La nena la mira desde una atención completa que consta de una boquita en O. La mujer culmina sus días en la nena y se muere. La nena cae al suelo con su mamá, como en un juego hermoso ríe. Ojos achinados. Pero la risa pende a un llanto de agua. Hay un puñal incrustado en la espalda de su madre. La nena llora junto al río, junto al cuerpo de su madre muerta. No, ella no, no quiere, y sus manos golpean contra el pasto y el polvo que nuevamente echa a volar.
El hombre tiene un presentimiento, una duda que le ronda inagotable en la cabeza. Él no está seguro de lo que piensa. Mira a su perro y le ríe. Entonces, escucha el llanto de la niña a lo lejos y su atención se deposita sin vacilar en el mango del revolver. Su cara es una determinación. Sus pupilas espectan una rudimentaria cabaña a lo lejos. Al segundo grito, aquella proliferación en el sonido le hace desenfundar y echar a correr por el desierto.
La sombra del hombre se agita sobre un suelo liso y amarronado. La velocidad aplana la tierra.
La nena, en el río, llora. Una móvil tristeza de niña apagada junto al río quieto. Ella no advierte la sombra tras de sí. Solloza. Sólo llora por que no quiere. Sus ojos abandonan el agua de su interior y sacan al mundo todo lo malo del mundo.
De la sombra que avanza por el pasto se extiende otra que refiere a un puñal. La nena besa a la muerta en la boca.
El Río Rancho es una tribuna de ojos que parpadea desde las matas. Verde. La tranquilidad del río crece y ahora ocupa un sector más amplio; esta calma combate con el ruidoso llanto de la nena.
El hombre corre hasta la pared de la cabaña, deposita la espalda y coloca el revolver contra la cara. Estudia en un movimiento de ojos el establo que tiene un caballo con la montura lista. El hombre parpadea al escuchar el llanto paulatino de la nena que no se consume.
La frescura del aire se da a conocer por única vez en el Río Rancho. De día, esos vientos nocturnos anteceden la caída del sol. El río quieto pierde su habitual definición, el agua se mueve y la nena calla, ella sabe que algo ocurre, observa ahora el ritmo móvil de los granos sobre el agua. El viento sopla, el sol tras una nube revela una oscuridad de mentira. El cuchillo sube, una hoja desciende hasta el agua y se arremolina, la nena ríe al río móvil. El cuchillo llega a la altura de un cielo nubloso sin reflejo del sol. La nena toca con sus dedos el rostro inerte de su madre. El cuchillo desciende. La nena en pena. El hombre dispara. El viento asciende y chifla. Los indios cantan tras las matas tras el río.
El hombre corre hacia la nena que mira para todos lados. Indios, cuchillo, cuerpo; cuchillo y cuerpo de indio y madre muerta. El oh del indio que ella decía de chiquita cuando su papá la perseguía por el campito de los álamos. Condensado el recuerdo y el sonido en la cara atónita de la nena. Y su papá nace de la muerte fea, viene para abrazarla con sus dedos en el cabello de seda, para hacer de su soledad una ternura, para alzarla con sus brazos fuertes y salvarla de todo mal.
La nena mira al hombre que corre hacia ella. La risa nace en la tempestad de su llanto, el rubor surge de la árida llanura salvaje. El sonido de indio interfiere en el río caudaloso de pisadas. La nena en su estirada alegría alza los brazos.
Ahora siente la pelambra del caballo en su culito cuando su papá la alza. A continuación, la retirada. La nena atardece su risa y deja que la pena parlotee; la mamá muerta en el suelo junto al río pisado. La nena llora, su papá la besa en la boca y una fuerte cachetada en el culo del caballo la aleja de todo mal.
El hombre combate para la protección de una vida. La nena que llora encima del potro. El caballo levanta el polvo que borronea lo pisado para siempre.

… a John Wayne y a John Ford.1

1 "Río Rancho" fué publicado en el Diario Ático (Bahía Blanca), en el suplemento cultural Nexo, el domingo 2 de noviembre de 2008.


©: Felipe Herrero, 2008. Este texto forma parte del libro de cuento y relato "Del ovillo al suéter".